20 ene 2012

PRÓCER



Entonces se sentía tan mal, que aceptó la visita de un médico con la condición de que no lo examinara ni le hiciera preguntas sobre sus dolores ni pretendiera darle nada de beber.
«Sólo para conversar», dijo.
El elegido no podía parecerse más a sus deseos. Se llamaba Hércules Gastelbondo, y era un anciano ungido por la felicidad, inmenso y plácido, con el cráneo radiante por la calvicie total, y una paciencia de ahogado 
que por sí sola aliviaba los males ajenos. Su incredulidad y su intrepidez científica eran famosas en todo el litoral. Prescribía la crema de chocolate con queso fundido para los trastornos de la bilis, aconsejaba 
hacer el amor en los sopores de la digestión como un buen paliativo para una larga vida, y fumaba sin  reposo unos cigarros de carretero que liaba con papel de estraza, y se los recetaba a sus enfermos contra 
toda clase de malentendidos del cuerpo. Los mismos pacientes decían que nunca los curaba por completo sino que los entretenía con su verba florida. El soltaba una risa plebeya.
«A los otros médicos se les mueren tantos enfermos como a mí», decía. «Pero conmigo se mueren más contentos».


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